El pueblo alemán de Forst, con sus casi 18.000 habitantes, no solía salir en las noticias. Situado al sur del land de Brandeburgo, es un pueblo fronterizo como otro, con el trasiego habitual de habitantes de uno y otro lado del río Neisse, que en este territorio marca la frontera natural con Polonia. En los últimos meses, sin embargo, Forst acapara titulares relacionados con la crisis migratoria que, como sucedió con la de los refugiados de 2015, vuelve a poner en tensión al país.

Esta misma semana, el conductor de una furgoneta, un hombre de 18 años, se negó a pararse cuando le dio el alto la policía. Tras una persecución, se paró junto a un guardarraíl, saltó y salió huyendo a pie. Al abrir el vehículo, los agentes encontraron hacinados en la parte de atrás a 30 personas, entre ellas un niño de dos años. Eran sirios y carecían de documentación. Solo ese día, el miércoles 20, la Policía Federal detectó a más de 170 personas que habían entrado ilegalmente por el sur de Brandeburgo. Además del chico que huyó en Forst, y que detuvieron poco después, cayeron otros tres contrabandistas de personas.

El constante goteo de entradas ilegales por la frontera este ha provocado que cada vez más voces exijan controles fronterizos fijos en los límites con Polonia y la República Checa. Hasta ahora el Gobierno del socialdemócrata Olaf Scholz no lo había estimado necesario, pero este fin de semana el canciller ha sugerido que quizá se vea obligado a hacerlo en Polonia. De momento, la ministra del Interior, Nancy Faeser, ha reforzado los controles aleatorios y cada vez más agentes son destinados a patrullar los más de 1.000 kilómetros que separan a Alemania de sus dos vecinos del Este.

Mientras tanto, la controversia sobre la migración irregular y la capacidad de acogida del país se ha instalado en el centro del debate político. Alemania está al límite de sus capacidades. Los municipios aseguran que ya no pueden dar alojamiento digno a los recién llegados; los colegios están saturados; la sanidad, ya muy tocada tras la pandemia, acusa la sobrecarga; los cursos para aprender alemán, clave en el proceso de integración, acumulan meses de lista de espera. Y esto ocurre en un momento en que el partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) se ha disparado en las encuestas.

Aunque son muchos los factores que explican que parte de la población vea a los ultras como la solución a los problemas ―la inflación, los elevados costes de la energía, la polémica ley de las calefacciones del Gobierno de coalición―, el principal catalizador está siendo la creciente afluencia de solicitantes de asilo. Hasta finales de agosto, la Oficina Federal de Migración y Refugiados (BAMF, en sus siglas en alemán) había registrado más de 204.000 solicitudes iniciales de asilo, un aumento del 77% con respecto al mismo periodo del año pasado. A ello hay que sumar a los más de un millón de ucranios que han buscado protección en Alemania por la guerra de agresión rusa sin tener que solicitar asilo.

La nueva crisis migratoria está calentando los ánimos en todo el país y obligando a quienes no suelen pronunciarse sobre cuestiones espinosas a dar su opinión. Sorprendió especialmente que el normalmente templado presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, reconociera la semana pasada que Alemania ha llegado a un “punto de quiebra” y pidiera reforzar controles y vigilancia en las fronteras exteriores. Incluso Los Verdes, a los que se acusa de bloquear medidas como clasificar a más países como seguros ―para poder deportar a sus ciudadanos que no tienen derecho a asilo― ha terciado en el debate. Su copresidenta, Ricarda Lang, pidió al Gobierno del que forma parte que “evite que siga llegando más y más gente”. Lang echó en cara a sus socios (la cartera de Interior es de los socialdemócratas) que no estén haciendo lo suficiente para devolver a sus países a quienes no tienen un motivo para quedarse en Alemania.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.

Suscríbete

La oposición democristiana acusa también a Scholz de inacción y ha propuesto un pacto de Estado de política migratoria que supondría modificar el sistema de asilo. Una de las fórmulas que sugieren la CDU y su partido hermano bávaro CSU es imponer un límite máximo de solicitantes de asilo de 200.000 personas al año. Tiene pocos visos de prosperar: va contra las leyes de asilo europeas y hay dudas sobre si lo permitiría la propia Ley Fundamental (Constitución) alemana.

Lo que es evidente ya es que Alemania se enfrenta a un grave problema que va a determinar las próximas citas electorales y a tensar las relaciones con los partidos de la oposición. Este fin de semana, Scholz ha reconocido en un mitin que el número de migrantes “ha aumentado de forma dramática” y se ha pronunciado a favor de un control más estricto de las llegadas irregulares. Aunque sin mencionarlas directamente, en su discurso parecían anunciarse medidas adicionales.

De establecerse controles fronterizos, en lo que supondría una ruptura del acuerdo de Schengen ―que entraña la supresión de controles en fronteras interiores de la UE―, seguramente empezarían por Polonia. Scholz ha pedido públicamente a Varsovia que aclare un escándalo de venta de visados a cambio de sobornos. A un mes de unas elecciones clave en Polonia, el Gobierno conservador se enfrenta a acusaciones de que distintos consulados supuestamente han entregado miles ―la prensa polaca habla hasta de 200.000― visados de trabajo temporales polacos, que abren la puerta a toda la UE, y especialmente a Alemania, el destino preferido de muchos migrantes. “No quiero que a quienes llegan de Polonia les dejemos pasar sin más, y que después tengamos un debate aquí sobre nuestra política de asilo”, advirtió el canciller el sábado en Nuremberg.

El temor a la inmigración y al auge de la extrema derecha van de la mano estos días en Alemania, poco después de confirmarse que AfD también lidera las encuestas en un cuarto Estado federado, Mecklenburgo-Pomerania Occidental. Hace meses que ocurre así en Brandeburgo, Turingia y Sajonia, donde se celebran elecciones dentro de un año y crece la preocupación entre el resto de partidos porque está aumentando la posibilidad de que AfD consiga, por primera vez, poder a nivel de land.

Con la temperatura política disparada, expertos como Andreas Zick, director del Instituto de Investigación Interdisciplinaria sobre Conflictos y Violencia de la Universidad de Bielefeld, reclaman a los políticos alemanes templanza para no caer en la retórica de AfD. “Hay que desmarcarse claramente de las posiciones de extrema derecha que quieren solucionar el problema con aislamiento y violencia”, dice a EL PAÍS. El autor del mayor estudio sobre opiniones políticas de los alemanes cree que una cuestión tan delicada requiere consenso y evitar respuestas populistas precipitadas. “El populismo hace fuerte al populismo”, recuerda.

Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites