El Papa Francisco no esquiva el choque. No evita las palabras que desconciertan. Incluso a sus fieles. Antes de comenzar la macromisa que este sábado ha cerrado la visita de dos días a Marsella, decía un católico francés: “Tiene razón sobre el fondo, pero, ¿cómo aplicarlo?”. Jacques, un jubilado que había viajado cuatro horas en autobús desde Grenoble para verle y escucharle, hablaba del rotundo mensaje estos días en favor de la acogida de los inmigrantes. Sobre el papel, de acuerdo. En la práctica, ya es otra cosa. “No podemos permitir que esta pobre gente se ahogue en el mar”, asentía su esposa, Élisabeth, “pero tampoco podemos acoger todas la misera del mundo”.

A las puertas del Stade Vélodrome, templo futbolístico del Olympique reconvertido por unas horas en catedral al aire libre, Jacques y Élisabeth expresaba la compleja relación de muchos católicos franceses con el Papa. Es su líder. Le escuchan. Les interpela. También sienten una distancia, recíproca quizá: “Con él, la Iglesia ya no es tan europea.”

Lo mismo ocurre en su relación con el poder terrenal, el poder político de la más laica de las repúblicas occidentales. En un discurso por la mañana, antes de la misa, Francisco lanzó varios avisos al presidente Emmanuel Macron, que le escuchaba en primera fila junto a su esposa, Brigitte. Un aviso sobre la inmigración, en pleno debate francés y europeo —la extrema derecha ataca al Papa; la izquierda le aplaude en este punto— y unos días después del desembarco de más de 12.000 personas en la isla de Lampedusa. Una reflexión, también, sobre la integración y la asimilación de los extranjeros. Y sobre la eutanasia y el suicidio asistido, en el momento preciso que Macron ultima una propuesta legislativa.

Francisco llevaba semanas insistiendo: su viaje no era a Francia. El viaje era a Marsella, ciudad excéntrica, puerto mediterráneo, cosmopolita, y muy futbolera, como el argentino Bergoglio. El ambiente del Vélodrome tenía algo de derby deportivo, aunque el estadio no se acabó de llenar. “¡Papa Francesco, Papa Francesco!”, coreaba la grada. Los hinchas del Olympique de Marsella (OM) desplegaron en uno de los fondos una bandera gigante con el rostro de Francisco y el perfil de Notre Dame de la Garde, la iglesia que desde una colina domina el mar y la ciudad, la “buena madre” de los marselleses.

Pancarta desplegada en el estadio Stade Vélodrome de Marsella, templo futbolístico del Olympique, para recibir a Francisco este sábado.
ALESSANDRO DI MEO (EFE)

“Esto es como Nápoles: el mismo fervor, en el deporte y la religión”, resumía mientras esperaba la llegada del Papa al estadio Christian Brunet, policía jubilado. “Aquí lo mezclamos todo. Y todo tiene que ver con la Virgen de Notre Dame de la Garde”. Su esposa, Nathalie, profesora de una escuela infantil, apunta: “Tanto si somos felices como infelices, subimos a darle las gracias a la virgen, incluso los musulmanes. En el Vélodrome, ocurre lo mismo: es cosmopolita”. “Aquí estamos mezclados: si hay una ciudad en Francia que acoge extranjeros, es Marsella, se ve en los partidos del OM”, añade Christian, antes de precisar: “Hay que poder acogerlos en buenas condiciones”. “Aquí ya hay mucha miseria, lo veo en la escuela”, apunta Nathalie. “Es verdad que hay que acoger, pero ¿cómo? ¿En qué condiciones?”.

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El Papa evitó en la misa las palabras más explícitamente políticas; las reservó para el discurso de clausura de los Encuentros mediterráneos, horas antes. Allí habló del Mediterráneo, “sepultura” de unos 2.500 migrantes en lo que va de año, “un grito de dolor”, dijo, “que resuena más que cualquier otro y que transforma el mare nostrum en mare mortuum; el Mediterráneo, cuna de la civilización y tumba de la dignidad”. Habló de Europa, donde “reina la opulencia, el consumismo y el despilfarro”, donde hay políticos que alimentan el miedo a la “invasión” de los desamparados, donde “nacionalismos arcaicos y belicosos” amenazan la humanidad común.

“Francia no tiene que avergonzarse por lo que hace: es un país de acogida y de integración”, puntualizó, tras la entrevista de media hora entre el Papa y Macron, una fuente del Elíseo que solicitó anonimato. El tercer mensaje —después del Mediterráneo y Europa— se dirigía específicamente a Francia, el país que a la vez visitaba y oficialmente no visitaba. Es un país en el que las revelaciones de abusos a menores han dejado tocada la institución. Los templos se vacían y hay crisis de vocaciones.

“Es verdad, en la iglesia ves muchos viejos, y es una pena”, decía Nicolas, un estudiante marsellés de ciencias políticas. A la entrada del Vélodrome, Nicolas opina sobre la posición del Papa sobre la inmigración: “Es un mensaje de tolerancia, pero hay que diferenciar la iglesia de la política”. No es poco, en este país que separa estrictamente el Estado y las religiones. Ante los representantes de esta República que exige a todos, profesen la religión que sea y de cualquier origen, el respeto de la laicidad, y que prohíbe el velo en las escuelas o, desde hace unas semanas, también la abaya o túnica árabe, Francisco quiso distinguir entre integración y asimilación. La primera, según esta visión, es voluntaria; la segunda, forzada; la primera respeta la diferencia; la segunda uniformiza. La integración, explicó, “prepara el futuro que, queramos o no, haremos todos juntos. O no se hará”. La asimilación, en cambio, “no tiene en cuenta las diferencias y es rígida en sus paradigmas”, y “provoca la guetoización, lo que causa hostilidad e intolerancia”.

Macron, en vísperas de su propuesta sobre la regulación del fin de la vida o la muerte digna, también tuvo que escuchar unas palabras del Papa que sonaron a reprimenda: “¿Quién escucha los gemidos de las personas mayores aisladas que, en vez de sentirse valorizadas, quedan aparcadas con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, en realidad más salada que las aguas de la mar?” El presidente —un “agnóstico espiritualista”, como le definió una vez uno de sus asesores— no respondió.

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